Este post trata sobre el arhipiélago de La Maddalena, un destino que ya me enamoró antes de llegar, sin conocerlo. Existen las islas paradisíacas, las playas vírgenes, la calma junto al mar… y La Maddalena es un remanso de paz que nunca defrauda.
LLegamos en Ferry desde el puerto de Palau, al norte de Cerdeña. Es la única manera de acceder para aquellos que no disponen de barco privado. El puerto ubicado en el mismo pueblo es un lugar con mucho encanto, arquitectura colonial y calles adoquinadas que conforman una fotografía muy especial.
El reclamo turístico de esta isla son sus maravillosas playas y también nuestro principal interés por el que recalar aquí. Nada más atracar miramos la meteo. Es importante conocer la dirección e intensidad del viento de una isla para así saber a qué zona ir y poder nadar en las aguas más tranquilas. Típica norma: Si sopla de sur, ir al norte y viceversa.
Caprera, isla colindante y accesible en coche mediante un puente artifical de tierra, es el paraje natural que esconde una de las sorpresas mejor guardadas de Cerdeña. Aquí nos encontramos con la Cala Coticcio, cuyo acceso requiere de las hablidades del mejor senderista (recomiendo llevar agua y calzado cómodo). Todas las guías de viaje califican esta playa como la mejor de la zona y a pesar de la dificultad del camino, el esfuerzo para llegar merece la pena.
Como apasionado del motor, no puedo dejar de destacar lo romántico que encuentro transitar por sus carreteras con las pequeñas joyas clásicas que me crucé por el camino. Como también sucede en Formentera, el Citroën Mehari o el Renault 4, son habituales en esta isla.